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De la bandera española al control estadounidense: la historia de Puerto Rico

El 18 de octubre de 1898 España arrió su bandera en Puerto Rico y las tropas de Estados Unidos izaron la suya. La isla del Caribe pasaba oficialmente a ser un “territorio” de la Unión, según lo dispuesto por el Tratado de París.

Lo curioso es que, apenas unos meses antes, la isla había conseguido por fin la autonomía política dentro de España. La gran mayoría de los puertorriqueños no querían la independencia. La Carta Autonómica de 1897, otorgada por el gobierno liberal de Sagasta, permitía a Puerto Rico tener su propio parlamento, gobierno y administración interna.

La promesa incumplida de la libertad

Estados Unidos justificó su intervención con el discurso de la liberación de los pueblos oprimidos por el decadente imperio español. Sin embargo, esa promesa se desvaneció rápidamente. Puerto Rico fue transformado en un territorio no incorporado, una figura ambigua que permitía a Washington ejercer soberanía sin reconocer la plena ciudadanía ni los derechos constitucionales de los puertorriqueños.

El Acta Foraker de 1900 instauró un gobierno civil controlado por el presidente de los Estados Unidos. Posteriormente, la Ley Jones-Shafroth de 1917 concedió la ciudadanía estadounidense a los habitantes de la isla, pero sin el derecho a votar en las elecciones presidenciales ni representación con voto en el Congreso. En la práctica, Puerto Rico quedó atrapado en una dependencia política y económica, sin voz propia ni soberanía.

La ciudadanía que llegó sin libertad

Los puertorriqueños son ciudadanos de Estados Unidos desde el 2 de marzo de 1917. Ese día, el Congreso norteamericano aprobó la Ley Jones-Shafroth, que declaraba ciudadanos estadounidenses a todos los nacidos en Puerto Rico. La medida se presentó como un avance democrático, pero llegó en plena Primera Guerra Mundial, apenas unas semanas antes de que Estados Unidos entrara oficialmente en el conflicto. Miles de puertorriqueños fueron reclutados para luchar en Europa.

La ciudadanía que se les otorgó era más simbólica que real. Aunque poseen pasaporte estadounidense y pueden residir y trabajar en cualquier parte del país, los puertorriqueños no pueden votar en las elecciones presidenciales, no tienen senadores ni diputados con voto en el Congreso y están sujetos a leyes federales sobre las que no pueden decidir. Son ciudadanos de segunda clase dentro del propio sistema norteamericano.

Más de un siglo después, la situación apenas ha cambiado. Puerto Rico sigue siendo un territorio no incorporado, sin representación plena, con una economía subordinada y una identidad nacional dividida entre la nostalgia hispánica y la realidad norteamericana. Las consultas sobre el estatus político —independencia, Estado 51 o libre asociación— se han repetido sin resultados vinculantes. Washington escucha, pero no decide.

En lo económico, la isla ha sido laboratorio de políticas fiscales y empresariales al servicio de intereses externos. En lo social, ha sufrido una emigración masiva hacia Estados Unidos continental y una deuda pública impagable que en 2016 llevó al Congreso norteamericano a imponer una Junta de Supervisión Fiscal: una especie de virreinato moderno que decide sobre las cuentas públicas de la isla.

La independencia que nunca llegó

Desde el Grito de Lares de 1868 hasta los movimientos independentistas del siglo XX, los puertorriqueños han reclamado el derecho a decidir su destino. Pero el poder real nunca ha estado en San Juan, sino en Washington. Puerto Rico, oficialmente “Estado Libre Asociado”, sigue siendo una nación sin soberanía, una bandera que no ondea libremente.

Más de un siglo después, la antigua colonia española continúa siendo, en los hechos, una colonia de Estados Unidos. Cambió de amo, pero no conquistó la libertad.

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